24 abril, 2024

Te comparto un diálogo entre dos personas que escuché en la sala de espera de un aeropuerto. Reitero, no soy metiche, digamos que escucho muy bien: “Ando muy preocupado, me dijeron que tengo insuficiencia renal y que lo más seguro es que necesitaré diálisis cada tercer día o, en el peor de los casos, la necesidad de realizarme un trasplante renal… La verdad no duermo de imaginar que necesitaré un trasplante”.

Se hizo un silencio incómodo, además de una cara de asombro de quien escuchaba esto, incluyéndome a mí, que no conozco a ninguno de los dos que entablaban el diálogo, pero que creo que Dios me los pone en el camino para poder tener anécdotas suficientes que me inspiren y motiven a escribir.

Después de un fuerte apretón en el hombro que otorgó quien escuchaba con atención esta historia perturbadora, le contesta con gran seguridad: “¡No pasa nada! No te apures, verás que todo se arregla”.

No pude dejar de escuchar tan segura respuesta y mucho menos meditar sobre el contenido de esas palabras.

¿En serio no pasa nada con quien tiene pavor de que sus riñones dejen de funcionar y requiera diálisis periódicas o un trasplante de riñón? ¡Claro que sucede algo! Y por supuesto que no somos psíquicos para asegurar que no pasará nada o que todo se solucionará de la mejor manera.

No dudo que con el afán de querer consolar a quien sufre, utilizamos palabras que, cuando las analizamos a fondo, nos damos cuenta que simple y sencillamente son con muy buenas intenciones, pero que pueden ser contraproducentes en situaciones críticas.

“¡No te apures! Ya verás que te va a ir muy bien en el examen”. “¿En serio te preocupa esa bolita que te salió? ¡Por favor! No lo hagas grande, ya verás que ahora que vayas al médico te dirá que es una bolita de grasa”.

¿Cómo sabes que estudió y le va a ir muy bien en el examen? A lo mejor es bien burro y lleva meses disfrutando la vida y ahora sí está preocupado por las consecuencias de su flojonada, pero tiene la suerte de encontrarte a ti que le das palabras de esperanza sin conocer la realidad.

Claro que le preocupa la bolita que le salió en alguna parte del cuerpo. ¿A quién, en su sano juicio, le tendría sin cuidado algo así? ¿Y cómo sabes que es una bola de grasa? Ni un oncólogo, con toda la experiencia que los años dan, puede afirmar al cien por ciento, con solo verla o tocarla, que es una bolita sin indicios de células cancerosas.

Usamos a diestra y siniestra frases con el fin de dar esperanza a quien sufre, confortar de alguna manera a esas personas que se acercan a nosotros con afán de descargar una preocupación o una pena. Tenemos la mejor intención de ayudar, de consolar o confortar, pero no siempre las palabras que utilizamos son las más adecuadas.

“¡Échale ganas!” Una de las más comunes utilizadas cuando no hallamos qué decir. Está la persona sin poder mover un dedo, posterior a una intervención quirúrgica o un accidente, con un dolor intenso; y con la mejor intención de aportar algo que ayude a sobrellevar el trance, entramos a su habitación en el hospital y decimos la célebre frase: “Échale ganas, compadre. Tú puedes”. ¿De veras puede? Me pregunto, ¿qué puede hacer en esos momentos para echarle ganas?

Por supuesto que creo en la fuerza de la actitud positiva, pero hay momentos en que verdaderamente esas palabras salen sobrando o pueden, incluso, incomodar a quien las recibe en momentos álgidos. En un momento de crisis pueden caer como agua helada si no se agregan otras palabras que pueden ayudar grandemente: “Me duele lo que estás pasando. Sé que la incertidumbre es enorme, pero es momento de aceptar lo que está ocurriendo. A lo que venga, deseo que tengas la fuerza y entereza para sobrellevarlo”. ¿No crees que se escucha más razonable y esperanzador?

Recordé a una persona que acudió a darme el pésame cuando murió mi madre y con una seguridad tremenda, como iluminado por Dios, me dijo que mi madre le pedía que me dijera que no le llorara. Que está muy feliz y que no quiere regresar. Que allá donde está hay demasiada paz y que ¡ya no le llore ni le extrañe más! ¡Sopas! En esos momentos me le quedé viendo con cierta incredulidad –y más porque al sujeto en cuestión jamás le conocí dotes de vidente y mucho menos acercamientos espirituales de ningún tipo–. ¿Me lo está pidiendo, sugiriendo, exigiendo o me está regañando? ¿Estoy oyendo bien, o por el dolor que estoy viviendo ya estoy desvariando?

Yo creo que olvidó que cada quién vive su pena y su duelo a su manera, porque la historia personal de cada uno de nosotros es diferente. Olvidó que el proceso de duelo es tan personal que no podemos compararlo con ningún otro y tampoco con ninguna persona, porque todos tenemos historias diferentes.

Independientemente de si es o no el mejor momento para recibir un consejo, ¿por qué mejor no me dijo una frase que sí lograra engancharme a una paz o estabilidad en esos momentos?, como “Me puedo imaginar lo que sientes y desearía tener las palabras para confortarte, pero aquí estoy”, “deseo de corazón que estos momentos de dolor se conviertan en fortaleza”. Pero decir “Sé como te sientes, no llores, se fue porque Dios le tenía una misión en el cielo”, y otras más que con la mejor intención decimos, pueden malinterpretarse como insensibilidad o, incluso, como agresión, al constatar que no puedes sentir lo que yo siento porque tú estás muy bien.

Claro que en esos momentos sí pasa algo y lo que desea la gente es comprensión y compasión más que palabras. Vale mucho más un silencio prudente y una presencia que dé paz y reconforte el dolor.

Y sí, todo pasa, pero siempre con la consigna de que vale la pena tener presentes las tres A que trasforman el sufrimiento en confianza: Admítelo, atiéndelo y atrévete a tomar las riendas de tu vida.

¡Ánimo!

Hasta la próxima.

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